-->
Una biblioteca es memoria, diálogo y luz, un estímulo constante para ejercer la pura alegría de leer. Emilio Lledó.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Biografía de Galileo Galilei

El hombre más inteligente del mundo (al menos allá por el siglo XVI) nació en Pisa en 1564. Su padre era músico y de ahí que Galileo se luciera cada vez que le rascaba la barriga a un laúd.

Sobre su infancia y su primera juventud se saben dos o tres cosillas. En ninguna biografía seria tropezarás con los nombres de Caterina Scarpaci o Valerio Gonfiori. Ningún libro de historia recuerda ya el episodio de Ugolino y la liga de envenenadores. Lo más mosqueante de todo es que tampoco figure ninguna noticia acerca de un hijo del duque de Mantua llamado Lorenzino, y mucho menos de uno al que le sentara mal un postre de arsénico. Tanto es así que a uno le da por sospechar que toda la aventura no fue sino una invención del autor de este libro.



Se sabe que Galileo no llegó a terminar los estudios de Medicina y que se salió con la suya (¿acaso alguno lo dudaba?) y terminó siendo alumno de Ostilio Ricci. Curiosamente, su primer trabajo fue como profesor de matemáticas en la Universidad de Pisa. A partir de ahí su inteligencia, su gusto por la polémica y su falta de respeto hacia la autoridad de Aristóteles le hizo ganar un prestigio extraordinario. Y también le trajo infinidad de disgustos.

Su talento levantaba admiración. Sus ideas, ampollas.

Como hemos visto, a pesar de tener un pico de oro y verse capaz de vender estufas en el desierto, no destacaba precisamente por sus dotes de diplomático. En uno de sus libros se refería así a quienes no compartían sus opiniones: «Aun con todas las pruebas del mundo, ¿qué esperáis conseguir de personas tan estúpidas que no reconocen sus propias limitaciones?». Y claro, en este plan, había gente que se picaba.

Resulta muy frustrante que alguien más listo que tú te lleve la contraria, se luzca dejándote sin argumentos y encima se pitorree. Así, Galileo fue reuniendo una amplia colección de enemigos. Como no le podían ganar con argumentos, recurrieron al juego sucio.

Galileo era creyente, pero no consideraba que la Biblia fuera un libro de texto de ciencias. Porque de serlo, más parecía escrito por Aristóteles que por el rey David o un evangelista. Sus enemigos se empeñaron en que si le enmendaba la plana a Aristóteles hacía lo mismo con las Escrituras, una ocurrencia que se conocía con el nombre de herejía y se premiaba con tormentos exquisitos en una mazmorra de la Inquisición o churruscándote los pies al calor de una hoguera.

Después de muchas generaciones en las que la gente sabía prácticamente lo mismo que sus tatarabuelos, en el siglo XVI las ciencias empezaron a adelantar una barbaridad. La Biblia reflejaba el conocimiento de la época en que se divulgó, más de un milenio antes, así que se daba de tortas con los nuevos descubrimientos. Para algunos, aquello probaba que la Biblia no tenía razón en nada, para otros indicaba que simplemente se trataba de un libro de fe, no de un manual de física, y que si San Mateo se hubiera puesto a explicar la ciencia del futuro, nadie hubiera entendido una palabra.

Había religiosos que admiraban el progreso y lo encontraban perfectamente compatible con sus creencias, y quienes pensaban que cuestionar una sola coma de las Sagradas Escrituras pondría en tela de juicio todo lo demás. Uno de los puntos que más escocía la sensibilidad de los conservadores era si el Sol giraba alrededor de la Tierra (la opinión del viejo Aristóteles) o si era la Tierra quien giraba alrededor del Sol (la opinión de un tal Copérnico, también conocida como heliocentrismo).

Galileo apostaba abiertamente por Copérnico y se embarcó en una campaña en su favor. Sus descubrimientos astronómicos encajaban de maravilla en el modelo nuevo. La Iglesia no era muy amiga de las novedades y le dejó caer que aquello no le hacía demasiada gracia. Así que cuando Galileo escribió su gran defensa del heliocentrismo, sabía bien con quién se la estaba jugando.

Para el libro eligió un título breve y pegadizo: Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo: Tolemaico y Copernicano. Al hojearlo parece un guión de cine: está lleno de diálogos. En él, tres personajes, Salviati, Simplicio y Sagredo, en lugar de correr aventuras y salvar la Tierra de catástrofes, pasan la tarde discutiendo sobre sus ideas. Salviati comparte el punto de vista de Copérnico (Galileo), Simplicio piensa como un aristotélico poco espabilado, y Sagredo está un poco a verlas venir, aunque termina simpatizando claramente con Salviati. A medida que avanza el diálogo, Salviati lleva la voz cantante y Simplicio interpreta al payaso de las bofetadas. La postura de Copérnico se defiende con brillantez y Aristóteles sale trasquilado. Sin embargo, al final, Salviati termina reconociendo que le ha estado tomando el pelo a los otros dos un poco por diversión y por demostrar sus mañas dialécticas. En el fondo, qué cosas, Aristóteles tenía razón.



El propósito de Galileo era que cualquier persona inteligente quedara cautivada ante las ideas de Salviati, pero que si alguien le acusaba de desafiar a la Iglesia pudiera escudarse en que el libro terminaba apoyando explícitamente a Aristóteles. Muy cuco nuestro amigo, ¿verdad?

Pues no coló.

Sus enemigos supieron jugar sus cartas. El golpe más bajo fue que convencieron al papa de que Simplicio, el panoli de la función, estaba inspirado en él. Y se armó el belén.

Con casi setenta años, ya enfermo, a Galileo le pusieron en la disyuntiva de retractarse o de disfrutar los placeres de la tortura. Terminó cediendo: sí, tenían toda la razón, se había pasado de listo al hacer tan brillante a Salviati, pero que no quedara la menor duda de que Simplicio tenía razón. ¡Que viva Aristóteles!

Salvó el pellejo, pero tuvo que pasarse los ocho años que le quedaban de vida bajo arresto domiciliario.

Muchos dicen que su retractación fue una vergüenza. Probablemente nunca los han amenazado con la tortura cuando se sentían débiles y enfermos, y con setenta años, una edad a la que estas cosas sientan requetemal.

En cualquier caso, a la larga, fueron las ideas de Salviati las que sedujeron al mundo.

Galileo tampoco era infalible. En alguno de sus argumentos en favor del heliocentrismo metió un poco la pata, como al explicar la dinámica de las mareas mediante la rotación de la Tierra.

El año de su muerte, 1642, nació en Inglaterra un niño que le tomaría el relevo en el puesto de hombre más inteligente del planeta: se llamaba Isaac Newton.

Del libro:
Galileo envenenado
del escritor  David Blanco Laserna
Anaya, 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario